El otro día me puse a ver la tele y estaban pasando un documental sobre ciertas criaturas que están organizadas bajo la lógica de un estricto orden social y una marcadísima jerarquización. Quienes formaban parte de la élite solían (digo, suelen) identificar a quienes no pertenecen a ese grupo y, si observan que se acercan a él, como queriendo mezclarse y disfrutar de sus privilegios, las consecuencias no se hacen esperar. La cosa se pone violenta, pues.
No, no hablo de personas. Hablo de macacos.
Se supone que lo que nos distingue a los humanos del resto de los primates y demás seres vivos es que somos capaces de usar la razón, plantearnos preguntas sobre el mundo que nos rodea y buscar las respuestas. Vivimos en un sistema jerárquico, en todos lados vemos niveles, pirámides, líneas de mando, jefes, cabezas de algo. De manera muy sugerente, nuestro brillante y dorado hijo estúpido al que bautizamos capitalismo nos empuja de maneras impresionantes a la desigualdad, a la jerarquía.
El macaco de la élite cuidaba que los macacos de abajito no subieran al árbol a comer de los mejores frutos, manjar reservado solo para los de su clase dominante. Acá la (des) humanidad no es tan diferente. No es el acceso a los frutos del árbol lo que los distingue, es el acceso a otros recursos y su acumulación en dinero (que es papel, metal o dígitos electrónicos), cosas que de alguna manera hicimos proveedoras de estatus.
Y ay de quienes no gozan de ese acceso privilegiado: los pobres, los nacos, los que no terminaron ni la primaria, los analfabetas, los marginales. Aquellos que no están en la cima de la jerarquía. No hablemos de justicia, porque es un concepto algo viciado. Se supone que es darle a cada quién lo que le corresponde. ¿Qué nos corresponde según San Quién? ¿Cómo por qué a los pobres les corresponde serlo? ¿Por qué aquellos que no fueron a la escuela les corresponde un “lugar inferior” a los que sí fueron? Así sea un lugar inferior quesque simbólico, es un hecho que quienes no pueden o no quieren estudiar estarán condenados a ocupar cierto lugar en este sistema social y a no imaginarse siquiera codeándose con quienes se llaman doctores en algología.
Ni digan que “yo tengo un amigo con prepa trunca y lo trato bien” porque es el equivalente a decir que no son homofóbicos porque tienen un amigo gay. No es que tengan amigos y los traten bien, se trata de reflexionar por qué la jerarquía funciona así. O por qué diablos tenemos jerarquías macacas. “Hasta entre los perros hay razas” – que inventamos los humanos – “O sea, hay niveles” -que también nos inventamos los humanos-, “es gente arribista” – donde el arriba y el abajo nos lo inventamos los humanos-, “es que soy superior porque tengo tal grado académico – que (¿qué creen?) igual inventamos nosotros los humanos.
Durkheim dijo una vez que los individuos ocupamos un lugar en la estructura social. Nunca dijo que unos eran mejores que otros. Pero lo que sí dijo es que hacemos cosas tan diferentes que es precisamente eso lo que nos mantiene unidos: nos necesitamos los unos a los otros. Estamos en un plano de redes humanas en las que el lugar que ocupa el señor que recoge la basura en la calle se considera “inferior” en estatus e ingreso, preparación y movilidad, pero que en realidad, si nos ponemos a razonar, es igual de importante que un médico. Pero le hacemos el feo nomás porque “hay niveles”.
Los macacos no tienen solución. Tal vez su genética les impulse a ser jerárquicos y culeros con sus semejantes. Nomás que ellos no razonan… ¿Y nosotros? ¿Nosotros sí? ¿Entonces por qué hacemos sufrir así a los demás?
Según esto, Aristóteles dijo que no hay peor forma de desigualdad que aquélla que se hace pasar por igualdad. Fingir que por estar todos en el mismo sistema ya por eso tenemos las mismas oportunidades es aberrante, porque piensan que si aquel fulano está jodido no es porque la estructura del sistema nomás no le permita moverse, sino porque pues no le echa ganas. O sea, cómo yo sí pude y aquel güey no.
Pues sí: los seres humanos, en esencia, somos iguales. Son lo sistemas y accesorios que nos inventamos, los prefijos, las jerarquías y las chaquetas mentales que nos hacemos las que generan desigualdad. Qué bueno sería si nadie, absolutamente nadie, se sintiera menos que los demás. Pero más chingón sería que quienes se sienten superiores se dieran cuenta que su posición no es más que un invento. Y no es, digamos, el invento más brillante del planeta. Vamos, a los macacos se les ocurrió primero.
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